27 de noviembre de 2013

La cama

Te sientas frente a tu computadora prendida, eliges música "inspiradora", tomas tu taza de café, te concentras, sentada en posición de flor de loto, miras al infinito. Miras a la nada.

"El sexo debe ser delicioso", escribes dándole voz a una tercera persona.

Delete.

Selecciones cada palabra y oprimes la tecla borrar.

Reinicias: "El sexo es delicioso", retomas la primera persona.

Delete.

Piensas en la cama rechinando, en la cama caminando, en la cama movida un metro de su lugar de todos los días. Claro que el sexo era excelente. Al menos sudabas. Hay gente que tiene sexo sin sudar. Sin besarse. Sin apretarse al cuerpo del otro. Sin pujar. Sin meter mano en los huecos recónditos. Sin arañarse. Sin orgasmos.

La hoja vuelve a quedarse en blanco. Tristísimo. Igual que sexo sin orgasmo.

Vuelves a tomar tu taza de café, vuelves a pensar en la cama movida.

Le das un sorbo a tu bebida. Y otro. Y así hasta que te la terminas.

A la página, en blanco –efectivamente– le urge una frase. Solo piensas en la cama rechinando. En tu cuerpo encima del suyo. En su cuerpo encima del tuyo. En tu cuerpo del lado, en tu cuerpo acostado, en tu cuerpo sentado, en tu cuerpo hincado, en tus piernas en V, en tu cabeza colgando, en tus piernas en W. En sus besos. En tu mano acariciándole su pielecita del rostro, en tus uñas arañándole suavecito la espalda. Delete. Piensas en que cada vez se vuelve más difícil describir una sensación sin sonar a cliché. O tremendamente cursi.

Cómo le explicas al mundo que sí sentiste cosquilleo en las pantorrillas cuando lo besaste. (A ver, ¿cuántos de ustedes han sentido cosquillitas en las pantorrillas? Eso sí que es nuevo). Cómo le dices que lo piensas. Que necesitas sus brazos alrededor. Que tu cabeza en su pecho. ¿Cómo lo poetizas? ¿Cómo lo dices sin que suene cotidiano?

El romance está tan manoseado. Tanto como uno. Por eso las frases suenan desgastadas, sientes que las has repetido hasta el cansancio. Como que están llenas de cochambre. Y las tallas y les echas ajax y  ya no vuelven a sonar tan límpidas como cuando las pronunciabas a los 13. Uno no tiene la culpa, uno no nace sabiendo sentir. Y los sentimientos te chamaquean. Eso y que con el paso de los años  quieres que sea especial, diferente.

Y luego por eso se vuelve más difícil llenar de palabras una hoja en blanco.

Que todas esas imágenes mentales se organicen, se pongan en fila y una por una aprendan a salir despacio y en orden, sin dejarse venir en bola. O, bueno, que se despierten, porque la verdad están bien jetonas. Que se desperecen. Que alguien las ponga a trabajar. Que le echen ganitas y muevan solitas la cama algunos metros de su posición original.

25 de noviembre de 2013

Crimen

No se trata de falta de ganas, sino de desenterrar eso que te encajaron hasta el fondo. Porque para escribir, lo que se llama comunicarse vía letra escrita, se necesitan vísceras, esas que te taladraron (traca, traca, traca, traca). Vamos, hasta poesía escribías, te soltabas, fluías. Sin miedo a juicios, críticas ni burlas. Sí, todo en pasado, porque hace un lustro acabaste con esa independencia emocional y, pum, sequía. Y entre que te hundieron en la oscuridad, entre que te rompieron el corazón y te llevaron al extremo de la furia, las manos se te secaron, el cerebro se te secó y los ojos se te secaron, y te convertiste en una sombra enflaquecida.
Y, normalmente, cuando te rompen el corazón, vas y lo pegas con masking tape, no le entregas un bat a tu agresor para que termine de hacerlo añicos.
Seguro fue la soledad.
Al final resulta que necesitas una cirugía mayor, extraer para no lastimar lo que esté cerca, desinfectar, drenar, coser, unir las partes y vivir con la cicatriz, y verla cada tanto, acostumbrarte a ella.
No es falta de ganas. Se trata de cerrar la herida y aprender a verla sin dolor, con indiferencia.