20 de enero de 2009

No, no es el cielo

Había en él algo de inocencia y seducción. Así, compartidas, en una proporción de 30-70 que te infectaba la piel y dejaba tu carne inerme. Tocarlo era como hundir tu mano en un río, todo ocurría alrededor sin que lo notaras.

Tenía su carácter un dejo de niño de 6 años, de adolescente de 13 y de hombre mayor. Era el típico personaje que busca sin saber qué, que encuentra sin notarlo y que sigue su camino volteando a todos lados. Un geniecillo ansioso de regalos que en cuanto los tenía en sus manos buscaba alguien a quién obsequiarlos.

Era su apetito ansioso y avergonzado y pálido; tanto que mostraba su rubor sin entenderlo. Por eso debía permanecer con los ojos cerrados y las manos pegadas al cuerpo. La mínima distracción le subía la sangre a la cara, lo obligaba a abrir los ojos y a andar en un mundo de cabeza. También el estómago se le reventaba. No lo soportaba y entonces se dedicaba a buscar la escalera que lo volvería a poner todo en pie.

Cuando lo conocí no pude resistirme a su sonrisa de purgatorio, a la sencillez de su presente sin coincidencias, a su seducción inocente. Me convertí entonces en la mínima distracción que le puso los pies en la cabeza.

Andar a su lado era una suerte de ruleta que no se detenía, aunque gritaras y te vomitaras. Era el ocho que nunca para, que no tiene límites, que no los busca, que sigue, que se refleja en sí mismo como en un espejo de agua, de geometrías cósmicas, de arquitecturas fugaces.

Era de una facilidad asfixiante.

Era... era tirarte de espaldas sobre el espejo de agua y escuchar a los pájaros nadando junto a ti formando el ocho, siempre encontrándose en la siguiente intersección, siempre rozándose, a punto de tocarse.

Yo, él, los enormes pájaros con branquias.

Siempre a punto de entrar nuestras cabezas por la boca de los pájaros.

La felicidad de purgatorio se me aparecía invadida de texturas, de animales andando con las manos, de estómago reventado y de escaleras apiladas en el último peldaño. Quizá lo que me atrapó fue el placer de andar en un mundo de cabeza, buscando la escalera. Buscándola, sin grandes intenciones de encontrarla. Sólo buscándola.

Era la gloria de lo no eterno lo que nos atrapó, la certeza de no estar en el lugar correcto, la ingenuidad compartida de creer que lográbamos huir de nuestros jueces, de suponer que limpiábamos nuestras culpas, ensuciándolas... Y confundirnos -como siempre- porque es verdad que somos entendidos, tanto que nos creímos aquello de que sabíamos discernir el bien y el mal.

Había en él algo de inocencia y seducción que convirtió nuestra comedia en una de las tres partes divididas en siete y luego otra vez siete. El cuento aquél que nos quiso convencer de que nos salvaríamos. Aunque no.

1 comentario:

Jacka [Killer Queen] dijo...

Ufff... ¡Catártico! ¡Hipnotizante!

Me fascinó... sí señorita Sandrijuela, escribió usted una maravilla (=