12 de diciembre de 2009

Tadán

"Qué raro que una mujer no pueda olerse como la huele un hombre"

Justo pensé que era la suerte la que lo había puesto a un ladito. Ni siquiera enfrente, ni encima o a la mitad sino rozando la piel del brazo y, ¡qué suerte!, oliendo su perfume que, finalmente, había confesado, era el olor suyo y la mitad, porque las hierbas que uno se unta y lo que come y bebe y siente.

Y pensé que había sido obra y espíritu de quienes lo toman todo con alma blanca y abren los brazos y reciben y sonríen porque no se puede creer que tanta alegría o gozo o esa cosa que te ilumina los ojos como si fueran faroles en un callejón oscuro.

Y también pensé que el destino y las puertas abiertas y los caminos. Sinuosos. De terracería. De carretera olvidada a la mitad de una autopista de cuota. De vereda desde la que, por lo alto, se alcanza a divisar una estrella fugaz y la magia y la mala suerte de haber olvidado pedir el deseo.

Y después de pensar y pensar y hablar y hablar y tocar y rozar y sortear las algabias y la diboli y los labios mojados y la certeza de que no hay otro sabor igual, de que no hay otra piel, otro sueño, otro tiempo, otra cosa que se viva igual a esta.

Y las lágrimas, porque su sabor salado y los suspiros entrecortados. Y el escándalo. Y el berrinche. Y el "ya no más" sabiendo que sí, que más. Que eso es lo que se quiere. Más y siempre.

Y pensar, obligada a pensar, porque no hay nada qué pensar. Porque es eso y ya.

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