11 de noviembre de 2007

El 7 cósmico

Eran las 5 de la tarde cuando ella despertó. Le costó trabajo abrir los párpados y dejar de seguir durmiendo, sus ojos estaban pegostiosos de legañas y sedientos. Junto a su cuerpo desnudo y frío –como ocurre en estos casos- había un hombre. Lo reconoció como los ojos del orgasmo diurno y las palabras que de-golpe-en-golpe-de-pecho lo hicieron descartar respuestas inútiles y pusilánimes.

Buscó la botella de Anís sobre la alfombra. Sintió el líquido en la punta de los dedos y se los llevó a la boca. Sí, la mitad del licor se había volteado en el suelo. Dos segundos más tarde, vació vulgarmente el poco contenido de la botella directo en su garganta. Permaneció acostada mirando la televisión en negros que en principio fingió transmitir pornografía pero después decidió que el servicio no figuraba entre los de la habitación.

Hizo memoria, ¿Antulio?, ¿Alsacio?, ¿Azerbaiyán? ¿Cómo coño se llamaba el tipo recostado junto a ella?, ¿quién diablos era ese que se quedó dormido de cansancio y la llevó hasta ahí en su Civic 2007? Antes de cualquier cosa comenzó a hacer memoria. ¿Cómo habían llegado los dos al cuarto piso de ese hotel? Reposaban juntos descartando al amor, al futuro, a la culpa, dormitaban entre penumbras y silencio y suerte y desprecio.

Lo miró cuestionándolo, como si el cuerpo dormido le fuera a responder y riera de los nombres que ella había inventado a partir del olvido. Se tocó el cuerpo como confirmando que luego de la faena nada se hubiera movido de su lugar. Se acarició el abdomen en donde él – caballerosamente- solicitó dejarse ir entero y sin fallas. Peinó su cabello, totalmente hecho hilachos, buscó su ropa desde su lugar. Escuchó los autos de afuera. Se levantó y se asomó a la ventana.

Aldebarán era su nombre. Es la estrella más brillante de la constelación de Tauro, le había dicho a la luz de la luna llena y el tronido de las hojas -esas que crujían suaves bajo sus zapatos indiferentes-. Es tan roja que aparenta el ojo izquierdo de un toro. Significa el que sigue.

En realidad podría haber tenido cualquier acepción, lo que importaba era que A. había aparecido como condensador de flashbacks reciclados, como depurador de desconsuelos.

La noche en que le repitió su nombre cerca de cuatro veces era oscura. Las bocinas trepidaban y los obligaban a acercar una voz al oído del otro. Entonces ella sintió unos rizos cosquilleando sobre sus ojos mientras él continuaba con la cátedra árabe y las pléyades y los hexágonos.

A. también significó resurrección. El encuentro había iniciado suavemente. Un beso y una invitación. La respuesta correcta. Ninguna mentira. Ningún reclamo. Al final terminaron en un hotel. Estaba tan oscuro que no parecía que ya amanecía.

Los besos eran pura saliva, pura lengua. Las manos la recorrieron a prisa. Él alcanzó la desnudez casi al cruzar la puerta. Ella sobre él. Se subió en su abdomen. Él tendido y encantado. En el cuerpo de ella encontró el desfogue de los cuartos oscuros y cerrados con candado en que se había convertido su vida, un completo suicidio sexual.

Ella le mordió el cuello con la misma intensidad con que le mordió la ingle, con que las manos de ambos se apretaban mientras el cuerpo de ella iba y venía con velocidades que antes había creído imposibles. Sin cansancio, con convicción y decisión. Y las miradas. Dos cuerpos recreando la verdadera destrucción de todo lo negatvio , concentrándose uno en el otro. Sonriendo con la mirada. Abriéndose de venganzas, ensoñaciones y miedos. Ella brincaba y las miradas permanecían.

Él sonrió. Tenía 25 años y la espera más larga que ella había conocido. Tenía 25 años y cantaba éxitos de boleros de los 70, hablaba de películas, de su pequeño universo destruido por sí mismo. De su larga carrera como traidor en tiempos de mentiras, como destructor de confianzas. Se resistía a llegar. Algo había en su cabeza (tal vez en su corazón) que no lo dejaba. Al final lo logró. Durmieron.

Ella fumaba recargada en la orilla de la ventana. Terminó su cigarro y se bañó. Hizo todo el ritual amoroso sobre sí misma. Estaba lista, tomó sus cosas y antes de salir se volvió para echar un vistazo sobre la mancha roja que seguía escurriendo sobre la pulcra alfombra. La mancha roja en la mitad de la cama.

La mirada de A. era dulce. De haber mirado con mayor cuidado se habría encontrado tatuada, a ella, la imagen de ella, en sus pupilas. Y es que ella había sido lo último que él había visto. Ella estaría en sus ojos hasta que en polvo se convirtieran.

Salió del cuarto de hotel recapitulándo el tema de la futura boda, la de él, divagando sobre la espera, la sorpresa, las coincidencias y el eterno saber que cuando estás ahí ya no te puedes mover, que la orden de estar ahí ya estaba dada. También pensó en lo que comería en la tarde.

Tres días después lo recordó mientras caminaba mirando todo y se topó con un puesto de periódicos, de esos que estiman sus ingresos en la cantidad de sangre de sus portadas y ponen a prueba el estómago de la ciudadanía con fotos vomitivas y humillantes. Camilo González había sido reconocido por su familia en el anfiteatro del hospital Juárez , luego de que la camarista lo encontrara desangrado en el cuarto 406 del hotel.

Aldebarán nunca había existido.

3 comentarios:

Nancy Martínez García dijo...

así, sin palabras
qué grande eres, es que cualquier cosa que escriba aquí para adular tu texto es una nimiedad
grande, grandísimo

Ánuar Zúñiga Naime dijo...

Muy bueno, le falta afinar algunas cosas. Te pasó la crítica completa en persona.
Besos y abrazos.

maika dijo...

Que alguién me explique!!!!!! sandra debes contarmelo todo sin poesía ya sabes como me choka!