29 de enero de 2008

¿Quieres que te lea la suerte?

Jerónimo se dedicaba a dar vueltas por la plaza, rodeaba las jardineras opacas y alisaba aún más el ya desgastado suelo de mármol percudido. Mientras andaba, observaba a las personas que deambulaban bajo la luz de los más de 7 faroles que daban a la escena un ambiente melancólico y casi cinematográfico.

Jerónimo no dejaba escapar un movimiento, observaba la forma en que cada quien se quitaba el cabello de los ojos, la cantidad de venas que saltaban de las manos - confundidas- al momento de que el dueño se cubrá la cara con ellas, las lágrimas que se quedaban al filo de las pestañas bajas. Analizaba la mirada de cada tristeza y reconocía el color de cada aura: "ésta es verde y aquella violeta", pensaba mientras recorría el espectro de colores y recordaba los arcoíris que miraba en su infancia, en aquella época húmeda y fébril en que los niños de su edad le resultaban tan hipnotizantes, como péndulo que oscilaba frente a sus ojos.

En donde no podía errar era en la cercanía que había entre los interlocutores: ésta revelaba la importancia de la confidencia. Cuando veía a dos mirándose a los ojos y repartiendo displicencias era entonces que se acercaba. Esas auras necesitaban una guía y era él el mejor capacitado para hablarles de su destino cósmico y demás rabietas astrológicas que hacen las estrellas para que la gente no deje de mirarlas - tan vanidosas ellas -.

Una de cada 4 personas caía en su encantadora presentación: "Soy Jerónimo y soy gay. Amo el cigarro y a los hombres. En España no tendría que ser tan específico pues allá se les dice pitillos a los cigarros". Una risa y lograba su atención. Entonces levantaba su mano derecha a manera de juramento y le pedía al aura confusa que lo hiciera también -él era experto en leer auras y toda la que leía estaba un poco mugrienta y encaprichada-. Total que resumía: "tres hijos tendrás, puede que dos y hasta que tengas un aborto". ¡Válgame, que Jerónimo era todo un lector de frágiles destinos!

Y entonces empezaba el monólogo y las miradas y las sonrisas y los chistes. Y él se llenaba con los centelleos, los asentimientos y las risas suaves de sus auras a punto del renacimiento.

Cada tarde abordaba a más de veinte parejas, a la mayoría les decía lo mismo y ellas escuchaban y partían felices. Se concentraban en no olvidar ni una palabra dicha por Jerónimo, llegaban a su casa, las anotaban según las iban recordando y las pegaban en la puerta de su refrigerador. Al menos eso recomendaba él que hicieran. Y sí, la mayoría lo hacía.

A Jerónimo le gustaba sentir que hacía felices a quienes lo escuchaban. Era como sentirse Dios: "bueno - pensaba - sin llegar a tanto. No exageres, guapa. ¡Ash, de que se te sube la fama a la cabeza y empiezas de presuntuosa ni tú te aguantas!". Así era él, casi un camaleón.

Una tarde Jerónimo encontró un aura incolora, una piel insabora, un alma inholora. La miro de lejos y decidió acercarse. Le habló, ésta no volteó. Le ofreció un abrazo, ésta se levantó y comenzó a caminar. Entonces decidió gritárselo en voz alta.

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