11 de marzo de 2009

No cuesta nada

¿Por qué la vida en serio? ¿Por qué la cama y las lágrimas? ¿Por qué reclamar? ¿Por qué el OTRO? ¿Por qué no mejor YO? ¿Por qué de repente el drama? ¿Por qué la gente? ¿Pá qué la gente? ¿Por qué confíar? ¿Por qué el corazón? ¿Por qué entregar el corazón? ¿Por qué siempre nomás el corazón?

¿Y la vida?

Aquello se preguntaba mientras recordaba su feliz vida de precipitación y excesos, su carácter cínico y su falta de juicio. Entonces llevaba una buena vida. Era estudiante, adolescente tardía con ánimo de comerse al mundo de un bocado, con ánsias de saberlo todo, de vivirlo todo, de sentirlo todo.

Era un poco inmadura, sí. Pero no tenía rencores, obsesiones, inseguridades ni sospechosismo en el corazón. Mucho menos reinaba en ella un espíritu en tinieblas. Era una candidata a convertirse.

Sí, ella quería ser.

Pero entonces la atacaron la moral y el miedo. La necesidad. El discurso de la moderación. Las barbaridades aquellas de que la felicidad, la sonrisa, el hasta que la muerte nos separe, el ese que dice: "déjalo ir, si regresa fue tuyo sino"... ¡Válgame dios padre, qué barbaridad!

Y lo demás: estereotipos, inclinaciones religiosas, decisiones paternas, consejos fraternales, deseos sexuales, aspiraciones laborales, contaminación global de todas las esferas hacia uno. De uno hacia todas las esferas.

Luego, entonces, el espacio, la vía láctea, el mundo, el planeta, el continente, el país, la ciudad, la delegación, la colonia, la calle, YO.

Al final, unas tres palabras certeras, la calle a oscuras, el recuerdo de aquellos momentos sin ira, sin nerviosismo, sin necesidad, sin chantajes, sin recriminaciones, sin exigencias. Sólo con palabras. Sólo decirlo. Escupirlo. Tararearlo. Metaforizarlo. Rimarlo. Sentenciarlo. No callarlo.

Ni siquiera la esperanza.

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